MEDELLIN, Colombia.- En los arrabales, parques, bares e iglesias y por las envejecidas calles de Medellín, otrora “meca” del narcotráfico, donde el inexorable paso del tiempo no ha borrado su centenario prestigio, una figura sigue vigente en este heterogéneo rincón antioqueño: el sicariato.El “prestigio” de los sicarios, cuya traducción literal es “asesinos pagados” se propaga por los rumbos de una ciudad que aunque se encamina a la modernidad no logra enterrar este fenómeno social.
Situado al noroeste del país, en la parte más septentrional de las cordilleras Central y Occidental, se ubica el departamento de Antioquia, cuya capital es Medellín, que esta bañada por la brisa que de lejos le llega al norte por el mar Caribe. Este departamento es muy rica: produce oro, café, plata y posee yacimientos de petróleo, carbón, hierro y productos agrícolas.
Esta riqueza, sin embargo, contrasta con un creciente nivel de jovenzuelos desempleados, que ganados por la droga transitan por la calle en busca inusuales clientes: personas que los contraten para asesinar a otro mundano.
El escritor y cineasta Fernando Vallejo define a Medellín, su ciudad natal, como la “capital del odio” y a Colombia como el país más criminal, pero de lo que más se asombra es que en Sabaneta, una localidad periférica, los muchachos de la barriada, los sicarios, vayan todos los martes a la iglesia a rogar, a pedir a implorar a la Vírgen María Auxiliadora, para que los bendiga en medio de este mundo.
Denominada la “Virgen de los Sicarios”, María Auxiliadora debe, según la creencia, perdonar a sus hijos y proveerlos de destreza y fortaleza para que no fallen en sus “trabajos”.
Juan Landázabal fue víctima del sicariato. El último día de su vida transcurrió muy cerca de Sabaneta, el enclave de los sicarios.
Tuvo la osadía de disputar un terreno a un cuñado antioqueño y allí echó a rodar su suerte; meses después moriría acribillado a balazos, con la cara al cielo y los brazos en cruz, como queriendo elevar una plegaria.
Juan fue una víctima más de los miles que se registran aquí y que mueren a manos de asesinos a sueldo que por 1,500 o 2,000 dólares, son contratadas por personas sin escrúpulos que quieren quitarse de un peso de encima o, simplemente, limpiarse de cualquier de enemigo.
Los niños-asesinos le encienden, en la Iglesia de Sabaneta, veladoras a la Vírgen a la que le piden que los bendiga, que les afine la puntería y que cuando disparen, les salga bien el negocio, reseña el escritor Fernando Vallejo.
Y, efectivamente, es común observar jovenzuelos con escapularios en el cuello, en los antebrazo y los tobillos. Nadie, sin embargo, se atreve, por temor de morir en el intento, a preguntar a estas almas de Dios qué significan todas esas cosas que se cuelgan en el cuerpo.
Cuentan aquí que el propio escritor peruano, nacionalizado hispano, Mario Vargas, el autor de “La Ciudad y los Perros”, “Pantaleón y las visitadoras”, “Conversaciones en la catedrál”, entre otros, estaba intrigado, no se aguantó y vino a Sabaneta para investigar si todo lo que se dicen es cierto.
Y sorpresas no le faltaron. La aparente paz espiritual que se respira al interior de las casonas coloniales contrasta con el soterrado temor de los lugareños. Nadie dice nada. Muchos logran ir a la iglesia, pero los martes esa pertenece a los sicarios, quienes se apostan frente al altar de María Auxiliadora, que luce su túnica roja, una hermosa corona y un niño en sus brazos.
Este niño, según lo interpretan los sicarios, es un “niño protegido”, simbolizados por ellos. En una especie del bien y el mal. Lo primero porque limpian lo segundo, es decir, la basura, la escoria humana, “que no vale la pena que siga consumiendo más aire”.
Al parecer en este pueblo el sueño es ser sicario, porque da “status”, dice un lugareño y porque es la única forma de sobrevivir en un mundo plagado por la violencia, el desempleo, el desplazamiento a causa del conflicto armado y porqué no? “para ser más piloso (rápido) que otro”.
La periodista Adriana Mejía advierte que Vargas Llosa cayó recientemente en las trampas de las exageraciones rayanas en la mentira. Por ejemplo aquella de que “la cirugía plástica del tobillo es, en los hospitales paisas (antiqueños), la más avanzada del mundo” por cuenta de que al disparar desde la moto en marcha, el sicario se hiere al apretar los talones para mantener el equilibrio.
Como si no hubiesen botas para protegerse.
O aquella otra anécdota de Mario Vargas Llosa de que los sicarios se toman las discotecas hasta el amanecer para celebrar sus fechorías y, otra más, de que los matones a sueldo se paran en cualquier semáforo para descerrajarle un tiro al primero, segundo o tercer automovilista, detenido por la luz roja.
Mejía no cree todo lo que se cuenta en Sabaneta y menos de lo que se propaga de Medellín, de que la gente vive la vida a ciento por hora, ni que este país huele a eternidad violenta.
Lo cierto es que en Colombia la muerte no descansa.
La sociedad colombiana está inerme e indefensa, con sus manos atadas por un triple cordel: la primera es la creencia, generalizada y casi institucionalizada de que las Fuerzas Armadas no pueden derrotar al narcotráfico y la guerrilla; la segunda una invocación sesgada de los derechos humanos, según la cual los militares no pueden tener funciones de policía judicial, ni tratar de bandoleros a los criminales y tercera, la satanización de la legítima defensa colectiva.
En Colombia en los últimos diez años se han asesinado trescientas mil personas, casi de cien por día-, treinta mil de las cuales por razones políticas – en promedio diez diarias-, de las cuales tres perecen en combates entre la guerrilla y la fuerza pública, y siete en ejecuciones extrajudiciales o masacres. Una alta cuota de estos, mueren a manos de sicarios.
Un millón 500 mil personas han sido obligadas a desplazarse de su terruño -la mayoría viudas y niños huérfanos- dejando atrás sus ranchos quemados, sus seres queridos asesinados y cargando con su miseria a cuestas. Dos mil quinientas personas han sido detenidas-desaparecidas, miles han sido detenidas arbitrariamente y miles han sido torturadas.
Estas cifras espantosas que afectan los espíritus sensibles, describen el tamaño del terror y de la impunidad que padece el pueblo de Colombia. La Comisión Intercongregacional de Justicia y Paz reportó para el año de 1995: 944 asesinatos políticos, 662 asesinatos presumiblemente políticos, 200 asesinatos presumiblemente por limpieza social, 899 muertes en acciones bélicas, 3822 asesinatos obscuros y 111 desapariciones forzadas.
Sobre la presunción de responsabilidad de los hechos de violencia política para el mismo año señaló: Militares 28.4 %, Policías 10.9 %, Paramilitares 5.7 %, otros organismos del Estado 5.2%, Guerrillas 10.7 %, narcotraficantes 0 % y sin información un 35.2%. El tema de la lucha contra el narcotráfico le ha servido al Estado colombiano para desviar la atención mundial sobre su propia responsabilidad en el fenómeno de la violencia o incluso para justificarla. Ha sido común que el Gobierno o los medios de comunicación al servicio del militarismo atribuyan la responsabilidad “de la mayoría de los homicidios políticos a los traficantes de drogas y a los grupos guerrilleros”, como lo ha dicho Amnistía Internacional: Las organizaciones dedicadas al tráfico de drogas han recurrido a los delitos violentos en campañas de atentados indiscriminados con bombas y a los asesinatos de ministros del gobierno, funcionarios judiciales, periodistas y otras muchas personas que se oponían a sus actividades delictivas.
Sin embargo, la percepción del tráfico de drogas como causa principal de la violencia política en Colombia es un mito. El Gobierno respecto a las estadísticas que señalarían un reducido margen de la participación del narcotráfico en la violencia política ha dicho: No es cierto que los narcotraficantes solamente respondan del 2% de la violencia política en el país.
Esa estadística olvida el papel profundo del narcotráfico que se ha territorializado, que ha comprado tierras en muy amplias zonas de Colombia, en la creación de grupos paramilitares”.
Los sicarios ni se preocupan de la persecusión policial. Ellos saben que pistola o metralleta en mano imponen su ley. La ley del asfalto ó la ley del monte.